PSICONEUROENDOCRINOLOGÍA

PSICONEUROINMUNOLOGÍA (PNI)

 

La PNI nació con el objetivo de estudiar de forma sistemática las posibles relaciones existentes entre psique, sistema neuroendocrino / neurovegetativo y sistema inmunológico que la experiencia clínica y la observación empírica acumuladas parecían sugerir.

 

 En otras palabras, se desarrolló con la intención de objetivar en qué medida y de qué forma los estímulos -externos o internos- y las emociones o cogniciones por ellos provocadas en el ser humano podían provocar trastornos en el eje neuroendocrino y/o en el sistema inmunológico susceptibles de llevar al individuo a una pérdida de su equilibrio y al desarrollo de una enfermedad.

 

ANTECEDENTES HISTÓRICOS

 

Claude Bernard, profesor de la universidad de París en el siglo XIX y padre de la fisiología moderna, observó que el organismo tenía un “milieu interieur”, un ambiente interno, que se esforzaba por mantenerse en unas condiciones estables a pesar de los cambios en el ambiente externo.

 

Walter Bradford Cannon fue profesor de fisiología en Harvard. Cannon describió el equilibrio dinámico de las fuerzas internas de un organismo como homeóstasis, y describió la respuesta de lucha o huida, que se daba en los animales ante una experiencia amenazante.

 

Hans Selye describió el estrés como una respuesta no específica del cuerpo ante cualquier exigencia. Es conocido también por su descripción del síndrome de adaptación general, el modo en que el cuerpo se moviliza para satisfacer las exigencias de cualquier tipo de estrés físico y emocional.

 

Los psiquiatras Helen Flanders Dunbar y Franz Alexander hicieron un esfuerzo para correlacionar entidades patológicas especificas con estados psicológicos (por ejemplo, la relación existente entre asma y alexitimia).

 

La medicina académica inició, a finales de los años sesenta, un giro lento pero sostenido hacia la adopción de un enfoque más sintético y dinámico a la hora de abordar el diagnóstico y tratamiento del enfermo y su enfermedad. Una nueva generación de investigadores, enfrentados al aumento en la prevalencia de las enfermedades crónicas y a la ineficacia de los tratamientos convencionales, tomaron conciencia de que su visión de la enfermedad, la salud y la curación les iba a llevar, a través de la engañosa senda de la especialización (saber más acerca de menos), del reducir el estudio y tratamiento de la enfermedad al análisis de la estructura y función moleculares del plano orgánico del individuo y del menospreciar e ignorar los aspectos individuales del enfermo, hacia un final consistente en saber todo acerca de nada, es decir, acumular ingentes cantidades de datos inconexos sobre un órgano o tejido, eso si, a un nivel molecular y en términos de tal generalidad que haría inaplicables tales conocimientos o datos a un caso particular. Fruto de esta toma de conciencia, se comenzó a gestar una revolución en los conceptos y modus operandi de la medicina oficial, cuya primera manifestación fue el ya mencionado redescubrimiento y reconocimiento del poder y la estrecha relación del binomio mente-cuerpo.

 

Decimos bien al emplear el término “redescubrimiento” puesto que existen precedentes históricos en el manejo de esta concepción de la etiopatogenia de la enfermedad. El más remarcable de todos ellos es el constituido por las teorizaciones del eminente homeópata francés Dr. León Vannier, quien, en su famoso libro “Introducción a la Homeopatía”, describe la historia natural propia de la génesis de cualquier enfermedad como constituida por tres etapas:

 

Una primera fase, caracterizada por la existencia de trastornos sensitivos en el individuo.

 

Una segunda fase, caracterizada por la aparición de trastornos funcionales.

 

Una tercera fase, distinguida por la objetivación de trastornos lesionales o estructurales.

 

No hemos de olvidar tampoco al Dr. Georg Groddeck quien, en los años veinte, ya había considerado que un ojo que a diario estuviera obligado a contemplar mil veces algo que no deseaba ver, finalmente se cansaría y decidiría no verlo, volviéndose miope.

 

Ejemplo: Durante veinte años una mujer fue tratada con hormonas porque había dejado de menstruar. Ninguno de los ginecólogos consultados dio con la verdadera causa del problema, que sólo descubrió un psicoterapeuta. Resultó que, poco antes de la supresión de la menstruación, la mujer había sufrido una violación. Únicamente después de recordar el hecho traumático, la “psico-herida”, volvió a recuperar la menstruación. Ya no necesitaba proyectar y somatizar en su cuerpo la alarma de su conflicto interior.

 

Los primeros investigadores que llevaron a cabo un estudio sistemático y experimental orientado a la constatación objetiva de la existencia de relaciones entre psique-SNV-SNE (SNV: sistema nervioso vegetativo, SNE: sistema neuroendocrino) y sistema inmunológico, así como a la demostración del papel de estas en la génesis de las enfermedades, fueron los doctores Walter Cannon y Hans Selye. Es por ello que se les atribuye el haber sentado las bases científicas de esta disciplina. Vamos a revisar brevemente las principales aportaciones de cada uno de ellos.

 

La contribución del Dr. Walter Cannon:

 

A él corresponde el honor de haber acuñado el termino homeóstasis, a la que definió como “la capacidad de un organismo para mantener la integridad a través de procesos de autorregulación que le permiten adaptarse a cualquier cambio en el medio externo o interno, garantizando así su supervivencia”.

 

En general, sus trabajos estuvieron orientados al estudio del efecto de las emociones sobre el sistema nervioso vegetativo. Cannon observó que durante la respuesta de lucha o huida la frecuencia cardiaca y respiratoria de los animales aumentaba, experimentaban más tensión muscular, frío, sudores, una disminución de la actividad intestinal y la dilatación de las pupilas. Todas estas manifestaciones de actividad dependían del sistema nervioso simpático, una de las dos partes del sistema nervioso autónomo que, en teoría y según los conocimientos existentes en la época, estaba fuera de nuestro control.

 

Las aportaciones del Dr. Hans Selye:

 

Los trabajos de Selye trataron sobretodo de cómo las emociones podían afectar a los sistemas endocrino e inmunológico.

 

En los años veinte, cuando era estudiante, Selye observó que todos los pacientes del hospital tenían un aspecto ciertamente “enfermizo”, sufrieran las enfermedad que sufrieran. Como investigador, abordó la tarea de averiguar si había, o no, cambios anatómicos y fisiológicos consistentes en todos estos enfermos, al margen de la causa de su enfermedad.

 

Selye pellizcaba y golpeaba a los animales de experimentación con sus dedos, y los calentaba y congelaba. Les sometía a ruidos fuertes, descargas eléctricas y hacinación. Lo que descubrió fue que, sin importar qué estímulo se emplease, y al margen de manifestaciones locales como magulladuras o quemaduras, en todos los animales se registraban alteraciones similares. Éstas incluían, desde el punto de vista anatómico, en primer lugar, un engrosamiento de la parte exterior de las glándulas suprarrenales, la corteza, que desde el punto de vista funcional se correlacionaba con un aumento en la síntesis y liberación de catecolaminas y esteroides endógenos. En segundo lugar, una reducción del timo y los ganglios linfáticos, los principales órganos del sistema inmunológico.

 

A este conjunto de cambios anátomo-funcionales, inespecíficos o genéricos ante la exposición a cualquier estímulo susceptible de provocar un estado de estrés en el organismo lo llamó “Síndrome de Adaptación General”, para distinguirlo de la adaptación local, que era variable, en función de la naturaleza del estímulo.

 

Selye planteó como hipótesis la existencia de tres fases secuenciales en el síndrome de adaptación general, a las que denominó fases de alarma, de resistencia y de agotamiento. Las dos primeras representarían la respuesta adaptativa, la movilización del organismo en su intento de, bien eliminar o neutralizar al agente o agentes perturbadores de la homeóstasis para así volver a la situación de equilibrio previo, bien aprender a convivir con tal o tales agentes, pero llegando a una nueva situación de equilibrio, más o menos estable. La última fase se presentaría ante situaciones de estrés muy intenso y/o prolongado susceptibles de desbordar o acabar la capacidad de adaptación del organismo o del órgano o tejido con menor capacidad de adaptación (punto débil).

 

Según Selye, las respuestas al estrés se registran en zonas conscientes e inconscientes del cerebro, pudiendo entonces ser moduladas cuantitativa y cualitativamente por las zonas del cerebro que controlan y almacenan las percepciones, los recuerdos y las cogniciones. Por otra parte, el trabajo de Selye ofreció una base fisiológica para fundamentar las correlaciones que se observaban entre traumas emocionales incipientes o progresivos (por ejemplo, pérdida de uno de los padres, muerte de la esposa o tensión crónica en el hogar) y el aumento en la incidencia de cáncer, depresión y otras enfermedades crónicas. De alguna forma, aquellas personas que se veían afectadas por niveles de estrés altos y, consecuentemente, secreciones aumentadas de esteroides endógenos, tendrían mas probabilidad de presentar una deficiencia inmunológica que favoreciese el desarrollo de enfermedades crónicas.

 

Experimentos posteriores han venido a confirmar los resultados, así como las intuiciones de los doctores Vannier, Cannon y Selye, así:

 

- ratas adrenalectomizadas e hipofisectomizadas se tornan fatalmente sensibles a la acción de estímulos de toda índole, muriendo como consecuencia de ello.

 

- animales infantes que han sido separados de sus madres desarrollaron un síndrome caracterizado por hiperreactividad del sistema hipófiso-suprarrenal ante diferentes estresores, y conducta ansiosa perenne (Thoman et al., 1968).

 

 

 

OTRAS LÍNEAS DE INVESTIGACIÓN

 

Al mismo tiempo, otras líneas de investigación emprendidas por George Solomon en Standford, Robert Ader, en la universidad de Rochester y Candace Pert en la John Hopkins, indicaron una tercera vía por la cual las actitudes mentales y las respuestas emocionales podían alterar el funcionamiento de los sistemas homeostáticos del organismo para provocar así la aparición de enfermedades.

 

En los años sesenta, el psiquiatra Solomon investigó un estudio soviético poco conocido que indicaba que el hipotálamo podía ser la sede del funcionamiento del sistema inmune. Descubrió que cuando destruía el hipotálamo de las ratas, se producía en estas un notable descenso en sus defensas. Solomon determinó con precisión el importante papel que el hipotálamo desempeña en la inmunidad. Diez años más tarde, Ader descubrió que las células del sistema inmunológico, que siempre había sido concebido como una red defensiva autónoma, podían ser condicionadas casi de las misma forma en que Pavlov condicionaba perros para que salivaran al oír una campana. Mientras tanto, Pert descubrió que existían receptores similares para neurotransmisores en las membranas celulares tanto del cerebro como del sistema inmunológico.

 

A principios de los años setenta, los investigadores ya habían empezado a sugerir que las respuestas de lucha o huida al estrés podían estar implicadas en algunos estados patológicos en humanos. Es más, parecía ser que algunos humanos civilizados vivían perpétuamente en un estado de lucha o huida. El patrón de conducta tipo A, descrito por los cardiólogos Meyer Friedman y Ray Rosenman, constituía el principal ejemplo.

 

El perfil de personalidad del patrón de conducta tipo A, se correspondía con el de un hombre ambicioso, perfeccionista, rígido y autoritario permanentemente irritado, obsesionado por el tiempo.

 

El perfil cognitivo básico de estos hombres giraba entorno a un eje fundamental, la necesidad de autoafirmación o demostración constante de su valía a través del triunfo y reconocimiento en el campo profesional, como mecanismo compensatorio de una inseguridad de fondo provocada por carencias afectivas arrastradas desde la infancia.

 

El perfil emocional de este tipo de hombres consistía en un estado fundamental de miedo al fracaso y ansiedad crónica de anticipación asociada. Este estado cognitivo-emocional sería, en última instancia, el responsable de su estado constante de hipertensión y del consecuente riesgo aumentado de infarto.

 

También se demostró, en condiciones experimentales, que determinadas situaciones de estrés podían provocar una acción inhibitoria sobre el eje hipotalamohipofisario, así como también, una acción inhibitoria de este sobre el eje reproductor (ono et al., 1984; rivier et al., 1986; mc Adamns et al., 1986; Rabin et al., 1988; Rabin el al., 1990).

 

Se demostró, también en condiciones experimentales, que determinadas situaciones de estrés eran susceptibles de ocasionar, también vía eje hipotalamohipofisario, una acción inhibitoria sobre el eje del crecimiento y el eje tiroideo (Ono et al., 1984; Rivier y vale., 1985; Dieguez et al., 1988; Burguera et al., 1990).

 

Así mismo, se constató la existencia de una estrecha relacción entre la exposición a situaciones de estrés y la calidad y cantidad de la respuesta inmune e inflamatoria (Selye., 1975., ; Riley., 1981; Henle y Henle., 1982; Baum et al., 1983; Kiegol-glaser., 1984; Munck et al., 1984; Munck y Guyre., 1986; Davidson y Baum., 1986; Sapolsky et al., 1987; Naito et al., 1988; Bernardini et al., 1990).

 

Finalmente, múltiples datos experimentales y clínicos sostienen la relación existente entre situaciones de estrés y aparición de un estado de desequilibrio neuroendocrino con disminución de la inmunovigilancia antitumoral (células NK) y aumento en las probabilidades de desarrollo de cáncer (Schmale yiker., 1965; Fras et al., 1967; Horne y Picard., 1979; Leherer., 1980; Funch y Marshall., 1983; Cooper et al., 1986; Kune et al., 1991; Geyer., 1991; Forsen., 1991), así como entre situaciones de depresión y aparición, también, de cáncer (Shekelle et al., 1981).

 

 

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